"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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Los renglones torcidos.

Pedro percibió entre sueños, una llovizna fina sobre la cara. Despertó súbitamente y se incorporó de entre los cartones que le protegían. Si no se daba prisa, el agua los calaría y se iba a empapar, como ya había ocurrido más de una vez. Pedro era un hombre pequeño y delgado, de ochenta y pico de años. Su vida había sido muy difícil y ya llevaba alrededor de veinte años viviendo en la calle. Todavía tenía el sabor agrio del vino acartonado de la última noche, que se había convertido casi en su alimento básico diario. ya había tomado una decisión. Aquel día iba a ser el último. Al fin y al cabo, nadie esperaba nada de él. la tarde anterior, había acariciado por última vez a Rey; el perro que había sido su amigo durante mucho tiempo. Le notó gélido y vertió las que sintió como sus últimas lágrimas. ¿Para qué seguir? Ni si quiera le quedaban fuerzas para dirigirse a Dios. Sólo quería terminar y salir de un círculo que sintió siempre como riguroso. Nunca entendió la maquinaria de la vida. Parecía como si fuerzas extrañas hubieran querido manejarle a capricho. Tuvo un gran Amor en su juventud y apenas pudo gozar de él. A partir de ahí, todo fue a peor. Se dirigió con determinación al viaducto y se sentó un rato a tomar el aire de la mañana. Ese aire le despejaba y a medida que era más consciente de todo, más claro veía su deseo de acabar. Estaba sentado y se fijó en una chica de unos 18 años, que se apollaba en la baranda y miraba al vacío. NO podía creer que alguien tan en la flor de la vida, fuera a convertirse en su compañera de viaje. La chica se sintió observada y se giró violentamente, clavando sus ojos en Pedro. -¿Quiere algo, abuelo? Preguntó. Nada, muchacha. Me preguntaba, qué haces ahí, tan absorta en... ¿Es que no lo ve? ¡Ni si quiera va a poder una morirse en paz! Entonces Pedro sintió, como una sacudida que le hizo extremecerse de pies a cabeza. No era posible que un ángel así de bello, estuviera en su misma situación. Ven, chiquilla. Acércate. ¡Déjeme en paz! Vamos; ¿qué mas te da concederme un rato? Al fin y al cabo, parece que ninguno de los dos tenemos esperanzas. La chica se acercó a Pedro con desgana: Está bien. ¿Qué quiere, abuelo? Sólo quiero saber, por qué una criatura tan hermosa como tú, va a hacer esa barbaridad. -¡Mi vida es una mierda!- comenzó a hablar Milagros. -Seguro que no puede ser tan malo- Protestó pedro. ¿Que no? Tengo 18 años y hace dos que me hice puta, para poder seguirme metiendo coca. Abandoné la casa de mi abuela, que siempre me dio todo su cariño, por una porquería de vida. Estoy segura de que le destrocé el corazón. Ahora todo se ha vuelto oscuro. La coca, la mierda por la que empecé a vender mi cuerpo, ya me ha clavado sus garras y me ha enseñado su verdadera cara. Por otro lado, me siento irreparablemente sucia e indigna. nadie que te mire bien, puede verte sucia. Eres muy bonita. ¡Abuelo! -¿Me va usted a tirar los tejos?- Rió la muchacha. ¿Tirar los tejos? No. A estas alturas y a mi edad, no se me ocurriría. -Le advierto a usted, que me a caído bien- repuso Milagros. ¡Ni si quiera le cobraría! Pedro rió de buena gana y limpió el banco a su lado, para que ella se sentara. Anda; quédate un rato conmigo y charlaremos. Al fin y al cabo, no tienes tanta prisa por dar el salto. ¿Verdad? Milagros se sentó a regañadientes y Pedro comenzó a hablarle al oído: Seguro que tu abuela te está esperando con el corazón de par en par. ¿Tienes padres? NO; murieron en un accidente. Sólo está mi abuela. Y vas a ser tan cruel como para abandonarla así? La chica rompió a llorar. Era un llanto incontrolable de súplica. Quería recuperar el camino de la inocencia. Era como el sonido de las campanas del alma, que había estado oculto y que ahora deseaba resonar y decir: ¡Quiero volver a amar! Pero por otro lado, estaba el sentimiento de que ya nada tenía remedio; de que esos años cuesta abajo hacia la destrucción, eran como una herida infectada, frente a la que no cabía redención posible. pedro tomó la cara de la chica entre sus manos y la acarició, enjugando cada lágrima, como si se tratase de un experto doctor que iba llevándose toneladas de sufrimiento. Al cabo de unos cinco minutos, Milagros fue dejando de llorar y por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta de que alguien le amaba de veras y de que ella también sentía algo muy dulce por ese viejo insignificante y anónimo. -Me da mucha vergüenza presentarme ante mi abuela- musitó Milagros. pués métete esa vergüenza por donde te quepa y guarda tu orgullo para mejor ocasión! Estas palabras de Pedro, fueron dichas con una fuerza que a él mismo le sorprendió. -¿Orgullo?- comenzó a decir Milagros. Sí, orgullo. Ya has caído muy bajo según tú. Al fin y al cabo, ¿qué puedes perder? Pero a mi abuela le destrozará saber en lo que me he convertido. -Créeme- interrumpió Pedro. Le alegrará recuperar a su nieta. estoy seguro de eso. Charlaron un buen rato, cada vez con una Milagros más serena, hasta que decidió que al menos lo intentaría. Entonces cogió la mano fría y descarnada de Pedro y le preguntó: ¿Y usted? ¿Qué hace aquí? Bueno, lo mío es mucho más triste. Ya siento que he acabado mi vida en este mundo. A nadie le importo. Ayer enterré a Rey, mi último amigo. Así que, he venido a ver si encuentro un poco de alivio. Me pesa mi vida. No puedo decir otra cosa. -Seguro que tiene usted alguien que le quiere- respondió Milagros. Trátame de tú, chiquilla. Me llamo Pedro y he vivido solo, prácticamente siempre. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? Yo soy Milagros. Es un nombre muy bonito y que te va al pelo, niña. Ahora quiero ser yo, quien oiga tu historia, Pedro. Hace ya muchos años, sesenta o así, estaba locamente enamorado de una muchacha que me correspondía. pertenecíamos a clases sociales diferentes, (ella era de familia bastante pudiente y yo era pobre) y en su casa se opusieron frontalmente a nuestra relación. La cosa empeoró cuando ella se quedó embarazada. Se me cerraron todas las puertas y a partir de ese momento, nunca conseguí saber de ella. Su familia se la llevó. He vivido casi como un autómata, tratando de sobrellevar mi soledad; pero creo que todavía amo a Gloria. Así se llamaba mi ángel. -¡Vaya! masculló Milagros. Pedro prosiguió: He tenido buenos y malos momentos en mi vida, a nivel económico y social; pero siempre estaba la soledad, que nada ni nadie llenaba. Desde hace ya 20 años, las cosas han ido de mal en peor y he vivido como un vagabundo. En realidad, no es una vida tan mala, si tienes un Hermano con quien compartirla. Hasta ayer, era feliz viendo como mi perro se sentía satisfecho con la comida que obteníamos. Compartíamos cada instante. Finalmente, él también se fue, con lo que ya no me queda nada. Me pesa mucho cada paso que doy. Ahora era Milagros, la que sentía una infinita ternura por Pedro. Le tomó por la barbilla y le recostó la cabeza en su hombro. -¿Sabes, viejo? Dijo Milagros. Te necesito hoy. Luego podrás hacer lo que quieras. Y para qué coño vas a necesitar a alguien como yo? Quiero que me acompañes hasta casa a enfrentarme con mi abuela. ¡no digas tonterías! ¡Tú puedes presentarte ante tu abuela y ella, no sólo te perdonará! ¡Te dará un gran abrazo! ¡Vaya! ¡Antes querías que fuera a casa y ahora no eres capaz de sacrificarte y acompañarme! No es eso, Milagritos. De veras, creo que no te hago falta; pero si tú lo quieres, iré contigo. A pedro se le había encendido una pequeña llama en el corazón, que le daba una sensación de calidez. Sin embargo, había un miedo, casi subconsciente, a volver a su vieja amiga la soledad. A renunciar de nuevo a lo que sentía por esa chiquilla. Sin duda, la quería. Ella, como leyendo dentro de él, le dijo: Te quiero mucho, Pedro. Al menos hoy, se mi padre, padrino o lo que prefieras. -Yo también te quiero- declaró Pedro con voz entrecortada. ¡Vamos a tomarnos un café! Entraron en un bar cercano y Pedro casi obligó a la chica a desayunar un par de porras con el café. Anda; aquí son muy buenas. Después, con el cuerpo más templado y el alma caliente, se encaminaron a la casa de Milagros. Cuando llegaron a la puerta, Pedro hizo ademán de despedirse; pero Milagros le sujetó con fuerza el brazo: ¡Espera! Todavía no estoy dentro. Recuerda: el pacto era hasta el final. Llamó a la puerta y apareció Esperanza. Una señora de la edad de Pedro más o menos, que más que criada, había sido hermana del ama. -¡Criatura!- Exclamó la anciana cuando vio a Milagros. ¡Qué alegría!; ¡pero qué delgada estás! Milagros se arrojó a los brazos de Esperanza y llorando le preguntó: La abuela, ¿todavía querrá verme? ¡Pues claro que sí, niña! En ese momento, Esperanza se fijó en el viejo, que se mantenía discretamente, un poco detrás. Milagros dijo: Os presento: Esta es Espe, toda la vida con mi abuela, y este es Pedro; un hombre bueno que me ha acompañado. Cuando Espe y Pedro se miraron, fue como si el tiempo retrocediera. Ella gritó: ¡Pero si es pedrito! ¡-Espe-! Exclamó Pedro. Acto seguido, la mujer se metió en casa gritando: ¡Gloria! ¡Gloria! Sal y mira quién ha venido! Ya en ese momento, la abuela de Milagros estaba casi en la puerta y primero se abrazó a su nieta, ambas llorando. Después, cuando milagros le iba a presentar a Pedro, fue Gloria la que le dijo: Soy yo quien os tengo que presentar. Este es Pedro, tu abuelo. Ya conoces a tu nieta. Hubo toda una explosión de abrazos, exclamaciones, y todo tipo de manifestaciones de un Amor que al fin cobraba todo su sentido y su esplendor. Gloria le contó a pedro, cómo sus padres la escondieron hasta que dio a luz a una niña, la madre de Milagros, y después concertaron un matrimonio, para guardar las apariencias. Ella había enviudado y su hija, tras casarse y tener a milagros, también murió en accidente de coche, junto con su marido. Todos esos años, Gloria también se había sentido vacía por dentro y nunca había olvidado a su pedro. Cuando acabaron de comer, Gloria preparó un baño caliente. Tomó de la mano a Pedro y le guió. Él se dejaba llevar, tras una eternidad de años en los que nadie le había cuidado. Le quitó la ropa mugrienta y le bañó llenándole de caricias. Finalmente, se abrazaron tendidos en la cama y esas dos almas ávidas de ternura, se buscaron y besaron y curaron cada una de las heridas del otro. por fin, el destino inclinó la cabeza con respeto, ante la luz cálida y acogedora del Amor. Roberto Enjuto

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